Thursday, March 4, 2010

El cuento de cargarle el muerto a la rata.




Había una vez un turista. En la India. Ya en el avión de ida descubrió un ligero quejido procedente de su muela: "serán cosas de la presurización" que pensó. Pues sería eso, o no, pero una vez aterrizado aquello era un festival de colores.

Primero intentó recomponerse a base de gin-tónics. Si la quinina de la tónica iba bien contra la malaria, ¿qué no haría contra algo más simple como un dolor de muelas? De las cagarrinas que se podían pillar con los cubitos de hielo ya se encargaría el alcohol de la ginebra (Bombay, claro). No coló. Ni podía colar. Pero como posición estética molaba.

En un par de días me rendí a los antibióticos. Cuando acabé los propios continué con los que suministraban las farmacias indias, pastilla a pastilla (los medicamentos les son tan caros que a nadie se le ocurre que se pueda vender una caja entera de píldoras).

En Varanasi un camarero me vio tan apurado que se fue a la cocina a por clavo para que lo masticara, un remedio autóctono que agradecí como clavo (!) ardiendo al que agarrarse. Y funcionó: la muela me ardió más todavía. Más antibióticos.

Aburrido de dolor, lo intenté exorcitar. Por eso me retraté como reencarnación de Nataraya, un Shiva danzante dentro de un círculo de muelas. Lo de Nataraya tenía su coña: "duo Nataraya" es el nombre del duo de piano y flauta que forman desde hace años mi hermana Imma Santacreu y Laura Capsir. Y Nataraya se llama la tienda que en Castelldefels regenta mi padre y su esposa dedicada a los regalos, al esoterismo y a leer la buenaventura.

Pero lo que más me ayudó fue otro autorretrato, el que encabeza la entrada de hoy, el autorretrato con rata.

Para entender el funcionamiento del mundo, hay una ley más importante y certera que la ley de la gravedad (si bien relacionada con ésta): "la gallina de arriba se caga en la gallina de abajo". Estaba claro, necesitaba una gallina bajo mi trasero a la que cagarle mi dolor de muelas. La gallina era la rata.

El dolor era tan intenso, tan matérico, que no se podía ocultar, ni ensordecer, ni negar... El dolor era un grito de existencia que reclamaba mi atención, y se la iba a dar. Pero fuera de mí. Por eso la rata: hacía aparecerla y le endosaba el dolor de muelas, de manera que el dolor que percibía era el dolor de la rata, de la que me llegaba a compadecer. El dolor no menguaba, lo olía con la misma intensidad, con todos sus matices, pero ya no era mi dolor... Me podía pasear por él y observarlo con el mismo interés que un entomólogo estudia un escarabajo. Pero el dolor no era mío. El dolor pertenecía a la rata. La rata del dolor de muelas.



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